La vorágine guerrerista del Imperio  

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Carlos Rivera Lugo/Especial para Claridad en Nuestra América

Desde comienzos del año 2008 se han arreciado las resistencias y construcciones alternativas al neoliberalismo en la América nuestra. Desde México, pasando por Venezuela y hasta Argentina, en abrazo solidario con Cuba, las manifestaciones de deseo y voluntad de cambio son múltiples. Múltiples son los sujetos y múltiples sus identidades, todas ellas convergiendo fundamentalmente en torno a la construcción común de otra América, Nuestra América, arraigada en sus propias realidades, culturas e intereses. Común es el convencimiento de que el futuro anida en otra parte, en nosotros mismos, lejos del proyecto imperial que se nos ha estado exportando desde Wáshington o desde Bruselas.
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    Lo he dicho una y otra vez: estamos ante un escenario de ruptura definitiva con las cadenas de explotación heredadas del colonialismo. El neoliberalismo fue en el fondo una respuesta a los procesos populares que iban, entre los años sesenta y setenta, subvirtiendo este orden foráneo a nuestros intereses. El neoliberalismo fue la respuesta política y económica a la insurgencia contestataria que se vivía en aquel momento; fue el componente político y económico de la estrategia de contrainsurgencia que se desplegó desde Wáshington. Se amplió así la apuesta imperial por un nuevo orden, pacificado a sangre y fuego, en el que se pretendió decretar el fin de la historia de la lucha de clases y de las luchas de liberación.

    Sin embargo, para su mayor sorpresa, la historia se negó a morir y parió poco a poco por doquier nuevos protagonistas de una pluralidad de luchas, comprometidas con la autodeterminación de sus circunstancias al margen del nuevo orden neoliberal, es decir, la reconstrucción, desde sí mismos y sus realidades autóctonas, de su modo de vida individual, social y política.

    Ahora bien, la reacción neoliberal no se ha hecho esperar. Y es que la guerra le es consustancial a sus fines. Ya lo demostró, por ejemplo, en la década del setenta en Chile, Argentina, Uruguay y Brasil. Para el neoliberalismo, no existe diferencia entre la guerra y la política. La guerra es la continuación de la política por otros medios y, a su vez, la política se convierte en la guerra por otros medios, a veces silenciosa o de baja intensidad y otras veces abierta o de alta intensidad, da igual. El fin de esta guerra permanente es la defensa del orden neoliberal. Precisamente, por tal motivo, aceptando que la historia de la lucha de clases no tiene fin, tampoco tiene fin esta guerra. Es así como nuestras sociedades son concebidas en un orden permanente de batalla y la guerra pasa a ser la fuente principal para la articulación y reproducción del orden neoliberal. Ello requiere, para ser efectivo, de la criminalización de toda forma de resistencia y contestación, mediante el uso continuo de la coerción y la violencia contra éstas. Requiere, además, de una capacidad de reacción preventiva contra los focos más emblemáticos del reto al sistema de control imperial que se pretende implantar.

    Desde esta perspectiva, la democracia y el estado de derecho (sobre todo, las garantías de derechos humanos y constitucionales) interponen trabas que el orden neoliberal necesita echar a un lado. En su lugar, se pretende imponer el Estado de excepción, a nivel nacional e internacional, donde la efectividad material de las acciones del Imperio se convierte en el nuevo criterio de validación o legitimidad. Ello crecientemente nos va sumiendo en lo que se ha calificado como “una verdadera guerra civil legal” entre el imperio y los pueblos. El Derecho también se potencia como campo de batalla.

    Esta guerra permanente que nos pretende imponer el Imperio tiene, en la América nuestra, un aliado incondicional: el presidente colombiano Álvaro Uribe. Sus más recientes andanzas guerreristas, al invadir violenta e ilegalmente a Ecuador para reprimir la insurgencia guerrillera de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), pretendían imponerle a la región este nuevo marco estratégico promovido por el gobierno de George W. Bush. Frente al principio de la inviolabilidad territorial de la soberanía de los estados nacionales, Bush y Uribe pretendieron imponer una nueva norma, la de la intervención o invasión unilateral proactiva de terceros países en función de los intereses de seguridad del país invasor o interventor.

    Sin embargo, el tiro les salió a ambos por la culata. La acción unilateral de Uribe sólo recibió la aprobación de Wáshington, mientras el resto de la comunidad internacional, en particular la región latinoamericana, condenó colectivamente la agresión colombiana a la soberanía de Ecuador. Incluso, la Organización de Estados Americanos (OEA) había hallado a Colombia responsable por la violación de la soberanía ecuatoriana, lo que llevó a que reafirmase “el principio de que el territorio de un estado es inviolable y no puede ser objeto de ocupación militar ni de otras medidas de fuerza tomadas por otro estado, directa o indirectamente, cualquier fuera el motivo, aun de manera temporal”.

    Luego, en la XX Cumbre del Grupo de Río, celebrada en Santo Domingo, el presidente venezolano Hugo Chávez Frías se encargó de tomarse la iniciativa para poner fin a la peligrosa proliferación de una serie de represalias diplomáticas y acusaciones mutuas. “El conflicto se desborda, vean ustedes la amenaza que eso representa para la paz, para región”, advirtió.
    Y abundó: “Es tiempo de reflexiones y acciones, estamos a tiempo de detener una vorágine de la cual pudiéramos arrepentirnos y no sólo nosotros, sino nuestros pueblos, hijos y comunidades, no sabemos durante cuánto tiempo”. Se lamentó que detrás de este conflicto “está el Gobierno de Estados Unidos y el guerrerismo del Imperio”. “Hay un interés del ala más guerrerista del Gobierno de EEUU de que no acabe esta guerra en Colombia”.

    “Busquemos el camino a la paz, alejémonos de la posibilidad de más guerra”, fue el llamado contundente del mandatario venezolano, el cual fue acogido unánimemente. Uribe, acorralado, no le quedó otra alternativa que pedir perdón y asumir el compromiso de no agredir nunca más a un país hermano.

    Ahora bien, más allá de las intenciones diplomáticamente manifestadas en la Cumbre de Santo Domingo, está todavía por verse si Uribe recapacita en su festinado afán por obstaculizar el desarrollo de un proceso de negociación diplomática y política que permita en lo inmediato continuar con la liberación de los rehenes retenidos por las FARC y la liberación de los prisioneros de guerra y políticos que mantiene el gobierno colombiano. Si hay algo que demostró la actual crisis fue precisamente la obstinación de Uribe en impedir la mediación exitosa de Chávez, sobre todo temeroso de que se acepte la propuesta hecha por el mandatario venezolano para el reconocimiento de las FARC como fuerza beligerante para así facilitar y garantizar un clima y marco de mayor confiabilidad y seguridad para futuros contactos y negociaciones. En su torpeza, Uribe ha provocado una mayor presión internacional a favor de una salida política al actual conflicto de guerra que subsiste en Colombia hace decenas de años.

    La pretensión de Wáshington para imponer la guerra como única forma de hacer política en la actual coyuntura latinoamericana, ha fracasado por el momento. Uribe es su instrumento para imponer el marco de la guerra permanente a toda la región, y la descalificación como “terroristas” de todos los que luchan contra sus pretensiones imperiales. La Cumbre latinoamericana de Santo Domingo le negó enfáticamente ambas cosas. Rechazó adentrarse en la vorágine guerrerista a la que le convida Bush y Uribe.

    Además, en medio de la crisis, salió a relucir que detrás de las perspectivas geoestratégicas de Wáshington está, entre otras cosas, su interés en las reservas petroleras de la zona. Precisamente, la reducción paulatina de sus propias reservas, así como la disminución constante de la producción petrolera mexicana, le presenta a Estados Unidos el imperativo de reasegurar el abastecimiento del petróleo venezolano. Así, por ejemplo, lo ha advertido recientemente la compañía petrolera angloholandesa Shell. Y esta realidad se le torna más apremiante ante la entrada de la economía estadounidense en una recesión y en que la incertidumbre en torno a los abastos venezolanos, en nada le ayuda a detener el espiral actual en los precios del crudo y a brindarle al capital las garantías políticas que necesita el mercado para satisfacer sus expectativas.

    En fin, no podemos desconocer y menos subestimar esta lógica nefasta. De ahí que si de lo que se trata es de abrirle paso al camino de la paz, a la misma vez que tomamos la palabra a su favor, hay que también acudir a la acción firme. Hoy, palabra y acción, están inextricablemente vinculadas como nunca antes en este orden de batalla permanente en el que hoy habitamos. Aún las palabras son trincheras desde las cuales forcejeamos por imprimirle otro sentido a las cosas, alejado de la vorágine guerrerista del Imperio.

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